En un gran clásico de la literatura, El Principito, el autor Antoine de Saint-Exupéry escribió: «Lo que hace al desierto tan bello…es que esconde un pozo en algún lugar.»
Para nosotros como católicos, estas cinco semanas de la Cuaresma constituyen un desierto mediante el cual llegaremos a la fuente de agua viva: Cristo. En la Sagrada Escritura el desierto siempre se destaca por ser un lugar de transformación y revelación a lo largo de la historia salvífica del género humano. En medio de su aridez, el hombre, despojado de toda distracción, se enfrenta cara-a-cara con sus propias carencias y con su frágil condición de creatura. Sin embargo, el desierto también es un lugar privilegiado para el dialogo con Dios, ya que su vasta expansión recalca la magnitud del Creador y, a la vez, la pequeñez del hombre. Es el lugar adecuado para una teofanía que tiene el potencial de cambiar el horizonte de nuestras vidas y volver a redirigir nuestra mirada al verdadero propósito de nuestra existencia.
Por eso, año tras año la Iglesia nos provee la oportunidad de entrar en el desierto con Jesús con el fin de hacernos más humanos, no menos, ya que «la gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios» (San Ireneo). El propósito de los cuarenta días de oración, ayuno, y limosna no es «hacer» si no llegar a «ser» la mejor versión de nosotros mismos, para Dios y para nuestro prójimo. Es decir, convertirnos en verdaderos discípulos misioneros cuya identidad está profundamente arraigada en el misterio pascual.
Las disciplinas sagradas que hacen parte de este tiempo penitencial no deben culminar en un activismo estéril sino más bien en una autentica introspección y reflexión acerca de nuestra condición humana, quebrantada por la realidad del pecado, pero redimida por la obediencia del segundo Adán — Cristo — quien «vino a buscar y a salvar lo que se había perdido». (Lc 19:10)
Solo dentro del marco de la misión salvífica de Cristo podemos entender que el punto del ayuno no es simplemente abstenernos de comer si no saber gobernar nuestras pasiones y nuestros apetitos para no permitir que ellas nos definan. La meta de la oración no es aumentar la forma robótica — y a veces repetitiva — en que rezamos, si no crecer en conciencia del deseo innato de cada ser humano por entablar y cultivar un vínculo de amistad con Dios. La razón por la cual damos limosna no es para sentirnos mejor acerca de nosotros mismos si no como manifestación de un verdadero esfuerzo por amar como Dios ama, libre e intencionalmente, sin ningún interés propio de por medio.
Toda la vida de Jesus imbuye nuestras prácticas cuaresmales con sentido para no hacer de ellas un simple cumplimiento de normas eclesiásticas si no una respuesta concreta a la invitación de emprender un camino — serio e intencional — de conversión. Puesto que como lo afirmo Benedicto XVI, solamente «si permitimos que el amor de Cristo cambie nuestros corazones, podremos cambiar el mundo».